La lucha por el respeto a la identidad ha sido larga y ha tenido muchas variantes a lo largo de la historia. De manera gradual, se ha logrado ir modificando progresivamente la concepción de la identidad de género. Lo que en un principio era impensable, fue mutando hacia lo “tolerable”, hasta alcanzar la idea del respeto por la identidad autopercibida del/la otro/a.
El concepto de “sexo” fue adquiriendo distintos sentidos a lo largo del tiempo. En un principio, se lo entendía desde un punto de vista biológico y natural, por lo que los jueces interpretaban que el derecho no podría tomar decisiones sobre este aspecto ya que el sexo genético era considerado inalterable. Asimismo, consideraban que estaba involucrado el orden público y la moral social. Por lo tanto, el individuo no podría tomar decisiones por sí solo en este aspecto. En caso de que se aceptara llevar adelante una intervención quirúrgica para modificar el sexo de la persona, se debía probar la existencia de “hermafroditismo” (en términos correctos, intersexualidad), con el solo objetivo de superar las ambigüedades que pudiera haber en relación con su sexualidad.
Más adelante, se empezó a entender que el sexo es primordialmente un elemento físico (genital, cromosómico y hormonal) y esto se diferencia del género, una construcción social. De ahí se desprende el término de identidad de género, que puede o no corresponderse con el sexo biológico asignado en el nacimiento. Esta terminología fue el fruto de una conquista social y de la visibilización de los derechos de las personas LGTBIQ que a su vez generan un cambio cultural que penetra en toda la sociedad.
La jurisprudencia en la materia es fundamental, a efectos de lograr avanzar en el camino hacia la garantía de ciertos derechos. Sin embargo, el hecho de que las soluciones de los jueces sean tan heterogéneos hace que en muchos casos se pueda llegar a retroceder, con sentencias desfavorables para las personas LGBTIQ, al no tener la seguridad y la previsibilidad jurídica de que en casos similares la resolución será semejante. Esta mencionada inconsistencia fue borrándose con el paso del tiempo en virtud de una normativa clara y concreta que pudo zanjar las cuestiones que, en los inicios, quedaban más libradas a discreción de los jueces.
En 2012 se pudo sancionar la Ley de Identidad de Género (Ley 26.743), que fue redactada atendiendo a las propuestas y proyectos presentados por el activismo y teniendo en cuenta los antecedentes jurisprudenciales de los particulares afectados. Por medio de esta ley, se logró que las personas puedan modificar sus datos -género y nombre de pila- ante el Registro Nacional de las Personas, mediante un simple acto administrativo, sin requerir la autorización judicial previa, quedando prohibida cualquier referencia a la ley como nota marginal en la nueva partida de nacimiento o en el documento de identidad. No solo esto, sino que también se obliga al trato digno (artículo 12 de la ley), respetando la identidad de género adoptada, aún sin mediar cambio registral de género.
Luana, la primera niña transexual en recibir su DNI con el cambio de género, a partir de la sanción de Ley Nacional de Identidad de Género (2012).
Además, la ley no impone una edad mínima legal para realizar el cambio ante el Registro Nacional de las Personas (artículo 5 de la ley). Esto implica que una persona menor de 18 años posee el derecho de acceder al cambio registral conforme a su identidad de género, siempre que respeten los recaudos que establece la ley.
En efecto, la jurisprudencia del tema mermó considerablemente luego de la sanción de la Ley Nacional de Identidad de Género, que pudo suministrar claridad a la temática.
De esta manera, la ley marca el inicio de una nueva etapa con mayores certezas en términos de derechos de la comunidad LGBT en relación a esta temática, que llevará a decisiones judiciales que deban ajustarse a la protección de dichos derechos.